Airplan EOH

Los habitantes de Medellín no fueron ajenos a la fascinación que el acto de volar despertó en el ser humano desde siempre. Si en Europa y Norteamérica el esfuerzo de los pioneros de la aviación por desafiar la ley de la gravedad mediante aparatos voladores terminó en muchos huesos rotos y fierros retorcidos, también aquí aportamos nuestra pequeña y trágica cuota.
 
En el mismísimo sector de la vital plaza de mercado de Guayaquil, palpitante corazón de la ciudad hasta los años sesenta del siglo pasado, el 30 de noviembre de 1923 una muchedumbre heterogénea de parroquianos de ruana y sombrero, de vendedoras de verduras, de niños descalzos, campesinas convertidas en prostitutas por el rigor de los nuevos tiempos urbanos, choferes de camiones de escalera, carniceros, vendedores de granos, tahúres y malandrines, contemplan absortos el intento de un hombre por elevarse hacia los cielos en un rudimentario globo de lona. Se confunden los olores de café, de aguardiente y de cerveza que exhalan las cantinas insomnes, de la carne de cerdos y novillos que cuelgan como el buey de Rembrandt, desollados, engarzados en ganchos de horror. El desdichado alcanzó a subir unos cuantos metros, apenas los suficientes para dar fatalmente en tierra con toda su humanidad, en medio de las exhalaciones generales de perplejidad. Obviamente pereció. Se llamaba Manuel Salvador Acosta. Cariñosamente lo apodaban Salvita . Su nombre correrá de boca en boca a partir de entonces, en las casas, en los barrios, en los puestos de trabajo de quienes allí estuvieron, en esta página. El acontecimiento tuvo que ser publicitado. Como premonitoriamente, quien sería uno de los más prolíficos fotógrafos de la ciudad, don Gabriel Carvajal, presenció siendo un niño el acontecimiento. Lo registró mentalmente así:
 
“Mi primer recuerdo gráfico fue la caída de Salvita . Lo presencié desde la esquina del taller en la Alhambra. Vi cuando Salvita se colgó del trapecio. Salvita era el astronauta de esa época. El globo se enrolló, el tipo se vino abajo y cayó en la estación del ferrocarril.”
 
Por irónico que parezca, sería injusto no mencionar el hecho en una crónica sobre los primeros vuelos en Medellín.
 
Pero no fue necesario esperar hasta el 5 de julio de 1932, cuando don Gonzalo Mejía se bajó del Marichú en la pista de Las Playas para ver sobrevolar sobre este valle de sorpresas el primer avión. Por lo menos en dos oportunidades, tal cosa ya había ocurrido.
 
El periódico El Colombiano , en su edición del 28 de enero de 1913, comentó el vuelo de Geo Schmitt. El aeroplano decoló desde la finca La Pradera de don Roberto Medina, quien “generosamente la ofreció para el espectáculo”, “describió curvas en el aire”, “voló encima de la población varios minutos y en seguida regresó al punto de partida, donde aterrizó felizmente sin contratiempo alguno”. El señor Schmitt, una vez en tierra fue objeto de “vivas muestras de entusiasmo”, los espectadores lo acompañaron hasta la casa de don Roberto donde “fue obsequiado con un magnífico almuerzo”. De regreso a sus hogares, la gente comentaba, cuenta el cronista, “el heroico valor y la tranquilidad del joven aviador”. La reseña se remata, afirmando que “se dice en la calle que para el próximo domingo prepara un segundo vuelo en esta ciudad”.
 
Y siete años después, el 6 de septiembre de 1920, la historia más o menos se repite, pero con una variación, el piloto no era ni francés, ni alemán, ni gringo, como cosa rara, era antioqueño, se llamaba Francisco González, y realizó vuelos sobre Medellín en un biplano de ruedas.

La historia de la navegación aérea en Antioquia está íntimamente vinculada a un personaje de novela: heredero de una cuantiosa fortuna, a la edad de veinte años viajó por vez primera a Europa en 1904, estudió el inglés y el francés, conoció los principales avances técnicos de entonces y en París entabló amistad con un puñado de jóvenes aristócratas enloquecidos con el furor que el novísimo invento del aeroplano suscitaba y que los llevó a convertirse en asiduos practicantes del deporte de la aviación. En 1908, a los veinticuatro años, estando de nuevo en Colombia donde había regresado el año anterior, fue deportado por el presidente Rafael Reyes a Cumbal por criticar el despilfarro de su gobierno. Obtenido el perdón a cambio de la promesa de su familia de que lo convencerían para abandonar voluntariamente el país, regresó en 1908 al Viejo Continente, donde se instaló en Roma. Paseando por un parque contiguo a la Villa Borghese , conoció casualmente a una linda jovencita de quince o diecisiete años a lo sumo, polaca y perteneciente a la nobleza de aquel país. Se enamoraron, vivieron un corto romance en el Lido, pero la relación fue abruptamente cortada por la madre de ella, quien "desapareció" a su hija de un día para otro, luego de unas corteses explicaciones a nuestro personaje, en el sentido de que su niña estaba destinada a ser la esposa de un polaco de su ambiente sociocultural natural. Despechado, viajó una vez más a París, donde durante un par de semanas recorrió sus calles, una y otra vez, sin cruzar palabra con nadie, infatigablemente, perdido entre las multitudes.
 
Este joven era Gonzalo Mejía Trujillo. Sin duda fue uno de los más sobresalientes líderes cívicos que tuvo Antioquia a lo largo de casi 50 años, durante los cuales libró una lucha denodada por vincular al departamento a los avances que en materia de vías de comunicación y medios de transporte habían logrado los llamados países desarrollados. Hombre de acción, no se limitó a señalar perezosamente el horizonte privilegiado que su condición de viajero impenitente le permitió entrever. Sin haber ocupado jamás un cargo público, sin haber cursado estudios formales profesionales, movió cielo y tierra para concretar la construcción de la carretera a Urabá, para conectar a Medellín con Bogotá, para dotar a su ciudad de un aeropuerto que le permitiera romper su aislamiento, su condición mediterránea.
 
Y sin embargo, las generaciones nacidas con posterioridad a su muerte en 1956 desconocen su vida y obra. Un espeso manto de olvido cubre su nombre. En el caso de don Gonzalo Mejía, los esfuerzos de nuestras corporaciones públicas por contribuir a su memoria, no han ido nunca más allá de las buenas intenciones de unos cuantos decretos y unas pocas, lánguidas declaraciones que se quedaron en la mudez de los pergaminos oficiales. El asunto es todavía más serio si convenimos en que no solamente la indiferencia viene del lado de las instancias públicas: nuestra sociedad está atestada de profesionales atiborrados de la más banal información que los ‘comunicadores` y los medios emiten por cargas, donde es moneda de todos los días y de todas las noches la invocación de un pasado que con demasiada facilidad describen en términos superlativos, donde la tradición se exalta sin tomarse el más mínimo cuidado por estudiarla, asimilarla críticamente, comprenderla. Una publicación sobre el Aeropuerto Olaya Herrera está obligada a incluir una breve semblanza sobre este singular hombre.

La historia de los pueblos del mundo se encuentra iluminada por los individuos, especialmente por los hombres y las mujeres que en sí mismos, en sus logros y en sus fracasos, sintetizan una época, una comunidad. Las sociedades se valen de hitos que permiten esbozar la forma, al principio difusa, del acervo de sus tradiciones y sucesos.
 
En Antioquia, el Aeropuerto Olaya Herrera hace parte de ese acervo. El ‘Olaya` es como la imagen de su movimiento hacia la quimera del progreso.
 
Pero paradójicamente, en la historia de nuestro aeropuerto son dos personajes extranjeros quienes lo han marcado con la rúbrica del suceso memorable: Gardel, omnipresente para el mundo hispanoparlante. El otro, Juan Pablo II, impactó sobre todo a nuestra región, que mantiene todavía un cierto candor, propio de comunidades que conservan vivas determinadas tradiciones.
 
Carlos Gardel, el gran cantante, el dandy latinoamericano, el hombre que consagró en todo el mundo al no por nostálgico menos bello ritmo del tango, inesperadamente terminó sus días en Medellín, lanzando con la estela de su vida y de su muerte, a esta ciudad en ciernes del año 1935, a las conversaciones de las gentes de la América Latina y de otras partes del globo. La pequeña pista del aeródromo de Las Playas adquirió una resonancia inesperada en las emisiones radiales y en las noticias impresas de la época.
 
Juan Pablo II, el Papa cosmopolita, infatigable pastor de almas a la busca de su grey, enfrentó a esta región al peso de su condición de guía de la Iglesia. Medellín vibró bajo la fuerza de su convocatoria: multitudes copiosas, el fervor religioso esparcido por doquier.
 
Gardel y Juan Pablo II —la febrilidad de la música y la bohemia, al lado del sentimiento religioso y de la fe—, dos símbolos del aeropuerto.
 
El Zorzal Criollo
 
Esa ráfaga, el tango, esa diablura,
 
Los atareados años desafía;
 
Hecho de polvo y tiempo, el hombre dura
 
Menos que la liviana melodía
 
Jorge Luis Borges
 
Fue una melodiosa entonación, una voz como hay muy pocas, la que después de su muerte se convirtió en un poderoso mito, que aún ahora nos llega hondo. Era Carlos — Carlitos — Gardel. Como intencionalmente, nos legó la fecha, mas no la forma precisa de su muerte, acentuando así el hálito de misterio que cubre su existencia.
 
Porque fecha precisa de su cronología, el 24 de junio de 1935, día de su deceso. De resto, gran parte se encuentra inmersa en un incierto ‘quizás`, un posible ‘tal vez`. Su nacimiento oscila entre los años 1881 y 1890. La penumbra de la duda rige además su lugar de nacimiento: Toulouse (Francia) o Tacuarembó (Uruguay). Los meses y los días también contribuyen a la confusión: algunos celebran su nacimiento el 21 de noviembre, pero hay quienes lo hacen el 11 de diciembre. Hombre de varias patrias, de varios natalicios, era este Morocho del Abasto , pero con un insoslayable destino fatal llamado Medellín.
 
Como hombre de mundo, Gardel recorría distintos países en su vertiginosa carrera artística. Europa, Latinoamérica y los Estados Unidos son testigos de esos avatares. Embajador del sentir gaucho, de las mitologías de las barriadas de Buenos Aires, Gardel hipnotizaba al público. Envuelto en su atractiva figura, unía a la tersura de su voz la imagen impecable del buen gusto. Todo esto contribuyó al fortalecimiento de su leyenda y posteriormente al mito intemporal.
 
Era un destino en cierto modo inevitable para un hombre que súbitamente se encontró en un raudo camino al éxito, valido de su voz y de su imagen, lo que resalta más cuando, según algunos investigadores, el Zorzal Criollo se sabía proveniente de una juventud de delitos y correccionales, de canciones trasnochadas en los bares, que alternaba con actividades de mesero, de voceador de periódicos y de malandra de esquina en el barrio El Abasto . Según este biógrafo, su vinculación con el mundo del latrocinio fue eficazmente borrada por la amistad del cantante con Eduardo de Santiago, un policía uruguayo exiliado por razones políticas en Argentina, quien luego haría una exitosa carrera en el Departamento de Policía de Buenos Aires, destruyendo oportunamente el prontuario de Carlos, que contenía su reclusión en la prisión de Ushasia, enclavada en la Tierra del Fuego, de la cual habría regresado en el año 1907 a bordo del vapor Chaco.
 
Continuando una larga tradición de la humanidad, evidentemente Carlitos Gardel se esmeró en subsumir en el olvido los días oscuros de su vida, promoviendo colmadamente su aspecto de hombre de bien, culto y refinado.
 
Supuestamente hijo de Berthe Gardes, francesa inmigrante en Uruguay y en Argentina, quien mantuvo relaciones con el coronel Carlos Escayola, su posible padre. Quizás la señora Gardes no fue su madre biológica, pero al fin de cuentas, fue ella la figura que siempre recordó Gardel, que es lo que realmente importa. Berthe, la que al enterarse de la muerte del cantante en Medellín, afirmó que vendría a llorar sobre la tumba de su hijo muerto.

Si Gardel conserva un hálito de grandeza -ayudado por el contingente de seguidores que dedican buena parte de su existencia para preservar la cosmogonía que significa la vida del tanguista más famoso de la historia- ¿qué podremos decir del hombre que encarna el sentimiento místico más profundo de los anales de Occidente? En sus diversas manifestaciones la religión proyecta una preocupación infaltable en todo ser humano: la pregunta por el destino, por el ser, por su sentido. Los seres humanos transitan vacilantes por caminos que la religión y las creencias ayudan a recorrer.
 
Súmese este punto de partida a la idea de una región que se ha caracterizado por una entrega a sus costumbres cristianas; añádese que se encuentra en un franco proceso de articulación al mundo moderno, donde sus principios tradicionales -que siguen siendo un referente insoslayable-, deben adecuarse a las nuevas exigencias globales.
 
Esta tensión entre la tradición moral y las nuevas imposiciones culturales universales se traslució con la visita del Papa.
 
Julio 5 de 1986. Medellín recibe la visita del personaje más importante del catolicismo en el planeta. Nunca antes un Papa había pisado suelo antioqueño, pero eso no impedía que su estela mística marcara a esta geografía a lo largo de su existencia. Aunque su rostro era una imagen familiar en las estampas religiosas y su voz conocida en los mensajes televisivos de la Santa Misa, su humanidad corpórea permanecía lejana.
 
La ciudad se enfrentó a un reto sin precedentes. Acostumbrada a eventos de poca concurrencia,1 estaba en una encrucijada. La visita de su huésped más célebre la obligaba a hallar un lugar donde concurriera muchísima gente.
 
Tan pronto como se supo que Medellín haría parte del itinerario papal, las autoridades civiles y eclesiales organizaron una apretada agenda en la ciudad y buscaron los lugares donde convocar las multitudes que lo recibirían. Pero resulta que no había un espacio especialmente diseñado para dichos eventos. Cuando en 1971 algunos entusiastas decidieron realizar un festival con los grupos rock más populares del país, no encontraron lugar más propicio que Ancón, en las afueras de Medellín. Considerando el gran número de personas que con el Papa se harían presentes ¿dónde reunirlos? La respuesta no tardó en llegar: el Aeropuerto Olaya Herrera.
 
En aquel entonces la discusión acerca del futuro del Aeropuerto con motivo de la puesta en funcionamiento de las nuevas instalaciones del José María Córdova se encontraba en su apogeo, lo que de algún modo contribuyó a que se posaran las miradas sobre el Olaya como lugar ideal para el evento. La pista y los terrenos que posee eran, tal vez, el espacio a campo abierto más adecuado para la circunstancia con que contaba la ciudad.
 
El Papa Juan Pablo II visitó a Colombia en una gira de siete días, del 1 al 7 de julio de 1986. Debería arribar el 5 a Medellín. Sin embargo, la luz de su presencia era susceptible de opacarse por otro suceso de notable importancia para las pasiones de los colombianos: el campeonato mundial de fútbol celebrado en México, donde se consagraba el nuevo mito Diego Armando Maradona. Las noticias de la radio, la prensa escrita, los noticieros de televisión, giraban alrededor de estas dos espirales emotivas.
 
Pero lo anterior no fue óbice para que desde un mes antes la prensa se encargara de ambientar la visita papal y darle la suficiente fuerza, a fin de que el periplo del Sumo Pontífice fuera un éxito. El periódico El Colombiano comenzó a entregar un ciclo de reseñas históricas acerca de la vida de Juan Pablo II, así como un análisis exhaustivo de la Encíclica del Concilio Vaticano II, donde aquel se presentaba como un Vicario de la Iglesia renovador y contemporáneo. El Papa se consolidaba como un monarca religioso con alta receptividad entre sus feligreses.
 
Las autoridades de Medellín no se quedaron rezagadas en materia de promoción. Numerosas columnas de representantes del clero, de personajes de la alta sociedad, de periodistas, entre otros, colaboraban en la constitución de un compromiso de entrega con la visita del jerarcaeclesial. Se efectuó una adecuación de la campaña Amor por Medellín para que fuera desarrollada en conjunto con la visita papal. Pablo Peláez, alcalde de entonces, impulsó una campaña de ornato y civismo para asumirla, convocando a la ciudadanía a que atendiera de la mejor manera a los turistas que llegarían tras su rastro. El Decreto No. 400 del Municipio de Medellín lo declaró huésped de honor. El 30 de junio, último día de espera para el país, la Arquidiócesis local coordinó una‘rezatón` del Santo Rosario en todas las parroquias, para pedir que el máximo jerarca de la Iglesia no tuviera contratiempos ni en el país ni en la ciudad.
 
En medio de los goles de Maradona, la visita del Papa iba tomando forma. Los primeros días de junio anunció que se reuniría con el jefe de gobierno Belisario Betancur y su gabinete. El país se encontraba con un gobierno de salida y un proceso de paz sin perspectivas inmediatas, a causa del duro golpe de la toma del Palacio de Justicia. La situación se complicó cuando el 13 de junio un grupo insurgente armado, justo cuando se estaba en las jornadas preparatorias de la recepción, irrumpió en las instalaciones del Seminario Mayor de Medellín, donde se alojó el visitante, lo que suscitó el desconcierto y la preocupación de las autoridades y de la población en general. Por otro lado, el movimiento insurgente M-19 propuso una tregua mientras el Papa estuviese en Colombia, lo que destacaba la importancia de la visita para la coyuntura política y social de la nación. Dicha organización sugirió un acercamiento al Pontífice para que facilitara una reiniciación de los diálogos de paz entre el gobierno y la subversión.

El día 19 de octubre de 1995, por medio del Decreto 1802, el Aeropuerto Olaya Herrera fue reconocido como Monumento Nacional, en expresa afirmación de su valor histórico y de su relevancia arquitectónica para la memoria de la ciudad y de la nación.
 
Fue un reconocimiento simultáneo a una institución que ha hecho parte sustancial de nuestro entorno sociocultural —como motor de desarrollo y propuesta urbanística pionera en el país—y a un proyecto que pertenece a la historia personal y profesional de un hijo de la región y promotor de importantes avances en la arquitectura antioqueña. Puesto que al valorar una obra de arquitectura conviene conocer el estilo y las afinidades a determinadas corrientes estilísticaspor parte de sucreador, para reseñar la significación del Olaya Herrera en el patrimonio arquitectónico de la ciudad, debemos remitirnos brevemente a la vida y obra de su diseñador: el arquitecto Elías Zapata Sierra.
Pionero en las Artes Aplicadas
 
Elías Zapata nació en Medellín el 27 de septiembre de 1927. En 1950, a la edad de veintitrés años, se graduó de arquitecto en la Universidad Pontificia Bolivariana, comenzando desde ese mismo momento a ejecutar importantes proyectos en la ciudad y en el país. Reconocido artista y destacado pintor, Zapata representaba una generación de profesionales que mezclaban distintos intereses creativos a su profesión habitual. La comunidad académica debía responder a las múltiples exigencias de una ciudad en crecimiento, y no siempre disponía de las herramientas metodológicas que la época demandaba. Ello obligaba a autocultivarse en disciplinas afines que posibilitaran solucionar los nuevos retos. Eran especialistas de título, pero su devenir profesional los llevaba a convertirse en hombres de mirada holística.
 
Elías Zapata no fue la excepción a esta norma. Al contrario, fue uno de sus mejores ejemplos. Sus obras eran mucho más que construcciones funcionales. Con ellas intentaba encontrar una relación armónica entre el dinamismo, la utilidad, la modernización de las estructuras de producción y la habitabilidad, siendo esta última, uno de sus grandes temas de interés. Por ello promueve el conocimiento de las Artes Aplicadas, lo que da origen a la Facultad de Arte y Decorado de la Universidad Pontificia Bolivariana, que posteriormente se convertirá en la Facultad de Diseño. Las Artes Aplicadas consisten en el uso de los recursos y conocimientos urbanísticos y arquitectónicospara conformar un espacio que permita la ejecución de las funciones atribuidas al lugar, pero que igualmente propicie un ambiente afable y agradable, acorde con la naturaleza de sus ocupantes, seres humanos con gustos y afinidades particulares. Ahora esta disciplina se conoce como Diseño de Interiores.
 
Esta preocupación por una obra arquitectónica integral se fortaleció en el transcurso de su carrera al conocer la propuesta de distintos arquitectos. Uno de ellos fue el renombrado Le Corbusier, quien realizó una visita a Medellín en 1948 como Director del Plan Regulador, esperando afinar detalles respecto a la propuesta urbanística a futuro de la ciudad. Este encuentro reafirmó su cercanía creativa al pensamiento del arquitecto europeo. Lo cautivaban su plasticidad y el uso innovador del hormigón para las construcciones de gran tamaño. Los neoplasticistas de los años diez y veinte, junto con los brasileños Oscar Niemeyer y Lucio Costa, entre otros, gestores de Brasilia, también eran de su agrado. En pocas palabras, era un vanguardista para su época y su ciudad.
 
Sin embargo, su obra no es un opaco reflejo de las vanguardias arquitectónicas mundiales del momento. Son creaciones propias, cuajadas de temáticas nuevas que la ciudad no conocía hasta entonces. En cada construcción permitía que la naturaleza propia de cada una de ellas inundaran su forma y le dieran sentido. Cada proyecto que abordaba se materializaba en estructuras ricas en motivos alusivosa su funcionalidad, evocando una articulación dinámica y armónica del espacio con la vida. Porque para Elías Zapata la vida no era divergentede la técnica, opinión que se afirmaba en su pintura, que exhibió ante sus coterráneos en la exposición de 1967, poco antes de su fallecimiento.
 
Evidencia de todo esto son sus distintas realizaciones: edificios, casas privadas, negocios y bodegas. El Hotel Intercontinental de Medellín, El Club Campestre de Bucaramanga y el Aeropuerto Olaya Herrera, especial carta de presentación de sutalento.