Ella era la que trabajaba. Por esos días cumplía un año como asesora
comercial de una empresa que convertía lonjas de metal en artículos de
papelería: clips mariposa, pinzas, grapas, chinches. Como tenía clientes en
Bogotá, Lima, Quito y Caracas viajaba con frecuencia a estas ciudades. Un
domingo, papá y yo fuimos a recogerla, y aunque su vuelo llegaba en la tarde,
nos fuimos desde temprano para el Olaya Herrera. Instalados en la terraza, él
sacó su libreta de notas y su paleta para mezclar colores mientras que yo me
senté a ver despegar y aterrizar aviones con la alegría de saber que en uno de
ellos vendría mamá.
-¿Los países donde va la mamá quedan muy lejos?
-No, hijo, son países vecinos, bolivarianos, porque Simón Bolívar los ayudó a
liberarse de los españoles.
-¿Y no era mejor seguir siendo de España?
-España es la vergüenza de Europa, hijo, solo trajeron corrupción y sangre.
Mejor ser lo que somos, mestizos.
Una extensa nube que había estado ranchada por fin se movió. Apolo, el gran
astro dorado, como le decía papá, emergió con su fuerza luminosa y nos
absorbió. El sol era una expresión obsesiva en sus lienzos. Entonces extrajo de
su mochila dos visores fabricados por él con marcos de balso y varias capas de
negativo. A través del mío miré la pepa: era un sol oscuro, como él los pintaba;
sus manchas se desplazaban, se inflaban, se desinflaban, babeaban
flamígeras unas contra otras, como si estuviera relleno de sus mismos trozos
triturados y carbonizados en constante circulación.
-Si está quemado y es negro, ¿por qué lo vemos amarillo?
-La magia de los dioses, hijo.
A la hora señalada un avión merodeaba los aires. Al mirar hacia la pista, las
ondas de calor vibraban sobre su superficie; se veía borrosa, abrasada como
por una brisa sideral propia de los astros y las grandes turbinas.
-Ahí viene -dijo papá guardando sus materiales.
El pájaro rojiblanco desplegó sus garras para aterrizar y desde la baranda
algunos emocionados agitaron sus pañuelos.
Cuando abría sus compuertas, llegaba el momento del teatro. Jugar con mi
padre a encontrarla y ella a ocultarse entre los pasajeros, despistándonos con
alguna prenda o un nuevo caminado. Y la felicidad de descubrirla con un
sombrerito emplumado y una pañoleta alrededor del cuello.
Verla jalando sus maletas, abrazarla, fundirnos.
Dejamos el aeropuerto en taxi; atrás, su fachada con cáscaras de cemento que
asemejaban el filo de una nube y sus ventanas ovaladas me dieron la
sensación de haber salido de un enorme juguete.
Esa noche mamá desempacó una bolsa de confites de leche de conejo típicos
de Caracas y varios quesos pera que había traído de Bogotá. Como de
costumbre, papá envolvió los quesos en papel aluminio para meterlos al horno.
Al sacarlos, el dulce de guayaba brotó humeante y provocativo.
-¡Cuidado te quemas!
-Papá, ¿y si el sol está relleno de bocadillo caliente?
-Pregúntale a mamá, es ella quien lo contempla de cerca.